El Sargento de aviación Nicholas Alkemade estaba nervioso pensando que aquella sería su decimotercera misión de bombardeo en Alemania.
Tenía sólo veintiún años y estaba a cargo de la tarea más solitaria y peligrosa de las unidades de bombardeo de la RAF: era artillero de cola en un Lancaster.
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En la pequeña burbuja apenas había sitio para el artillero, sus municiones y cuatro ametralladoras Browning. Y eso era todo. Hasta el paracaídas había que guardarlo fuera de la torreta.
A 6000 metros de altitud suele hacer mucho frío y la del 24 de marzo de 1944 era una típica helada noche de primavera.
Después de un largo viaje, llegaron a Berlín, que estaba iluminada por las bengalas Pathfinder y las luces de los proyectores que intentaban atrapar a los 300 bombarderos aliados que acudían a la castigada capital enemiga
Finalmente, Alkemade escuchó las palabras mágicas: “Fuera bombas” y dos toneladas de bombas explosivas y casi tres de incendiarias cayeron del avión.
Inmediatamente el piloto Jack Newmatn dio la vuelta al bombardero, rumbo a casa.
Pero de repente se produjo una fuerte explosión. Después, unas ráfagas de ametralladora desgarraron el fuselaje. Atravesaron la torreta de Akemade, abriendo un boquete en el plexiglás.
Akemade divisó al atacante; un solitario Junker 88, que se acercaba de nuevo para rematar al avión herido.
Alkemade apuntó y disparó contra el enemigo, que sólo se hallaba a unos 45 metros de distancia. El motor de babor del Junker explotó, y el aparato cayó en picado.
Alkemade estaba eufórico.
Aunque tal estado de emoción no le duró mucho. En lo que quedaba de su torreta brotaban las llamas.
Solo un instante después Oyó la voz de Jack Newman por el intercomunicador: “hay que saltar. Fuera. Fuera.”
Desgraciadamente, para Alkemade eso significaba sacar su paracaídas del estante que tenía a su espalda… entre las llamas. Abrió las puertas de comunicación con el fuselaje y observó que su única esperanza de vida se desintegraba entre las llamas.
“Mi estómago pareció desprenderse de mi cuerpo” —dijo—. Sabía que iba a morir.
Entonces me dije: «Se acabó«.
Pero decidió que no iba a morir quemado. “Es mejor una muerte rápida y limpia que asarse”, pensó.
Nicholas Alkemade iba a saltar. Se arrancó la máscara de oxígeno que estaba ya semi derretida y se las arregló para mover la torreta de modo que el hueco quedara nuevamente hacia atrás.
Y se arrojó al vacío.
Inmediatamente el terror dio paso a un enorme alivio. Alkemade se sintió totalmente calmado. Como dijo después: “Era una sensación de tranquilidad, como acostarse en una nube… como estar tumbado en un colchón muy blando. No tenía la impresión de estar cayendo” …
Pensé, “si esto era morir, entonces no era tan malo”.
Ya no volvería a ver a Pearl, su novia. Mientras caía, boca arriba, miró las estrellas y perdió el conocimiento.
No entendía por qué sentía tanto frío. Suponía que estaba muerto. Abrió un ojo. Una estrella brillaba entre los abetos que le rodeaban. Sentía un fuerte deseo de fumar y entonces se prendió un cigarrillo.
Después miró la hora, eran las 3,10 de la madrugada; había estado tres horas sin conocimiento. “Dios mío” —dijo en voz alta—. “Estoy vivo”.
De algún modo, los árboles habían detenido su caída. Y 45 cm de nieve le habían servido de amortiguador.
Había caído desde 6 km de altura y había vivido para contarlo. Y no sólo eso: apenas se había hecho daño. Solo tenía algunas quemaduras y una fuerte torcedura en la rodilla derecha.
Eso sí, no podía caminar y empezó a preocuparse por el frío. “La perspectiva de convertirme en prisionero de guerra no me pareció tan mala. Quería que me encontraran”, contó con posterioridad.
Poco rato después, un grupo de rastrillaje de la zona escuchó los pitidos de su silbato de reglamento y lo encontró fumando un cigarrillo.
Cuando lo levantaron se desmayó. Le llevaron a un hospital y en un breve interrogatorio trató de explicar lo sucedido a un médico. “NO paracaídas, NO Paracaídas”, dijo.
El doctor sonrió sin ganas y se llevó un dedo a la sien. Obviamente, su pensamiento es que Alkemade estaba loco, o lo que era más seguro, estaba mintiendo.
Lo alojaron en un campo de prisioneros cerca de Frankfurt, pero allí, las cosas no le fueron mejor.
Alkemade fue sometido a tres interrogatorios y estuvo incomunicado por negarse a rectificar su increíble historia. Para los oficiales alemanes era evidente que estaba mintiendo, y lo que es peor, pensaban que era un espía.
Pero Alkemade se enteró de que un Lancaster se había estrellado en la noche del 24 de marzo cerca del lugar donde él había sido hallado. Quizá era su avión.
Y quizá lo que quedaba de su paracaídas podría ser hallado entre los restos.
Convenció al teniente Hans Feidal, de la Luftwaffe, de que valía la pena examinar las pruebas. Hans rastrillo el lugar y por supuesto, encontró el arnés del artillero de cola. Inmediatamente lo llevó al campo de prisioneros.
Alkemade lo probó. Los garfios automáticos y las correas estaban todavía atados con un cordel; si el paracaídas se hubiese abierto, se habrían roto. Después, los alemanes encontraron quemada la manilla de la cuerda de abertura.
El comandante del campo sólo pudo decir que Alkemade había escapado por milagro.
Las autoridades alemanas investigaron y comprobaron que las declaraciones del sargento Alkemade (nro 1431537 de la RAF), son ciertas en todos sus aspectos, o sea que realizó un descenso de 6000 metros sin paracaídas, el cual ardió dentro de su avión, y aterrizó sin sufrir heridas en la nieve, entre unos cuantos abetos.
Estas afirmaciones fueron avaladas luego por:
Teniente de aviación H. J. Moore, oficial superior británico.
Sargento de aviación R.R. Lamb 1339582.
Sargento de aviación T. A. Jones 411 suboficial superior británico.
Fecha: 25 de abril de 1944.
Finalmente, Nicholas Alkemade sobrevivió a su decimotercera misión de bombardeo. Y continuó con una vida llena de sorpresas.
Después de la guerra trabajó en una fábrica de productos químicos. Una vez, una viga de acero de 100 kg de peso cayó sobre él. Lo sacaron creyéndolo muerto, pero sólo sufrió una herida superficial en la cabeza.
En otra ocasión quedó empapado de ácido sulfúrico. Y otra vez sufrió una descarga eléctrica que le arrojó a un hoyo donde respiró gases de cloro durante un cuarto de hora, y también vivió para contarlo.
Al parecer alguien en algún lugar cuidó de él. Finalmente, no pudo escapar al destino y falleció el 22 de junio de 1987
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Al principio me hizo recordar Cuentos Asombrosos…
Gracias!!!